El chiste del marido al que le gustaba la fabada
Había una vez un hombre que tenía una pasión terrible por la fabada.
Él la adoraba, pero la fabada le provocaba «muchos gases»,
creándole una situación un poco embarazosa al hombre. Un día, conoció a una chica de la que se enamoró locamente. Cuando estaba en vías de casarse, él pensó: «ella nunca se va a casar conmigo si continúo de esta forma».
Entonces, hizo el sacrificio supremo de no comer fabada nunca más.
Poco tiempo después, se casaron. Algunos meses más tarde, camino de regreso a la casa, a él se le estropeó el coche. Como vivían fuera de la ciudad, llamó por teléfono a su esposa y le dijo que llegaría tarde porque tenía que volver a pie. En el camino de regreso para la casa, pasó por un pequeño restaurante Asturiano y el aroma de la maravillosa fabada lo cautivó, trayéndole gratos recuerdos.
Como tenía que andar a pie algunos kilómetros hasta su casa, pensó que cualquier efecto negativo tendría que pasar antes de llegar allá.
Entonces, resolvió entrar y pidió tres platos grandes de fabada (después de todo, él no sabía cuando iría a comer una fabada nuevamente). Durante todo el camino de regreso, él se alivió de los efectos nefastos de la fabada. Cuando llegó a la casa, seguramente se sentía mejor. Su esposa lo encontró en la puerta y parecía bastante excitada. Ella dijo:
– Querido, te tengo una gran sorpresa para la cena de esta noche! Y ella le colocó una venda en los ojos y lo acompañó hasta la cabecera de la mesa haciéndolo sentar y prometer que no iba a espiar. En este punto, él sintió que había un nuevo «accidente» en camino. Cuando la esposa estaba lista para sacarle la venda de los ojos, sonó el teléfono. Ella le hizo prometer que no iba a espiar hasta que ella volviera y salió para atender el teléfono. En cuanto ella salió, él aprovechó la oportunidad.
Volcó todo el peso de su cuerpo sobre una pierna y soltó uno. No fue muy fuerte, pero parecía un huevo friéndose. Teniendo grandes dificultades para respirar, agarró la servilleta y comenzó a abanicar el aire alrededor de él.
Estaba comenzando a sentirse mejor cuando otro empezó a surgir.
Levantó la pierna y RIPPPPPPPPPP! Sonó como un motor diésel arrancando y este olió aun peor. Esperando que el olor se disipase, él comenzó a sacudir
los brazos. Las cosas comenzaban a volver a la normalidad, cuando le vinieron ganas otra vez. Otra vez mandó todo el peso de su cuerpo sobre una pierna y lo largó. Este fue merecedor de una medalla de oro. Las ventanas vibraban, la vajilla en la mesa se sacudía y un minuto después una rosa que estaba sobre la mesa murió. Mientras tanto, él permanecía con un oído atento a la conversación telefónica de su mujer, manteniendo su promesa de no sacarse la venda, él continuó con su «ejercicio» por unos diez minutos más, tirándose pedos y abanicando con los brazos y la servilleta. Cuando oyó a su mujer despidiéndose en el teléfono (indicando el final de su soledad y libertad), él colocó suavemente la servilleta sobre las piernas y cruzó su mano sobre ella.
Él tenía el rostro de la inocencia de un ángel, cuando entró su esposa.
Pidiendo disculpas por haberse demorado tanto, ella preguntó si él había espiado la mesa de la cena. Y luego de tener absoluta certeza que él no había visto nada, le sacó la venda y gritó:
«SORPRESA!». Para shock, horror y desesperación de él, había doce invitados sentados a la mesa a su alrededor para su fiesta de aniversario
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